Se giró y agarró el paquete de tabaco. Lo abrió y sacó un cigarrillo, se lo puso entre los labios y buscó el mechero en los bolsillos de su chaqueta.
La observaba encenderse el cigarro. A causa del viento, su pelo estaba revuelto y le cubría una mitad de la cara. No parecía importarle, pues actúo con su típica indiferencia, esa que le hacía parecer ruda y desconsiderada.
—¿Qué se supone que estás mirando? —preguntó.
—Me gusta apreciar el arte. —Ella hizo una mueca y volvió a girar la cabeza. Dejó el mechero, de nuevo, en su bolsillo y le dio la segunda o tercera calada al cigarrillo. Supongo que fingía no sentirse incómoda con mi mirada clavada en ella y mis extrañas y sinceras respuestas a sus inútiles preguntas. Realmente, hoy en día, todavía no sé si tan solo fingía con una increíble facilidad o, en el fondo, le daba igual lo que le hubiese contestado.
Sin embargo, juro que no estaba haciendo nada que no fuese apreciar el arte. Ella era arte. No quiero decir que ella fuese bonita; no lo era. Sí que es cierto que era capaz de hipnotizarte con tan solo su mirada, felina y con un toque de agresividad. No obstante, sus delgados labios no quedaban bien con esos ojos gigantes de color pardo. Y su nariz... bueno, más bien parecía un puente que conectaba ambas partes de la cara, algo indispensable para un rostro pero nada que la hiciese agraciada. No tenía unas facciones muy hermosas. Pero, ¿no mentiría yo si dijese que el arte debe ser, estricta y obligadamente, bonito?
Porque ella siempre había sido arte, y en ningún momento había sido bonita, pero a mí me resultaba atractiva. Cada parte de ella era una pieza distinta de una hermosa vidriera. Por muy fría e insensible que pareciera ser, por mucho que todos pensaran que no tenía sentimientos, era y es la chica más débil que he conocido, al menos hasta ahora. Escondía esa fragilidad dentro de sí misma, oculta tras sus usuales frases como "no me importa" o "yo no lloro".
Si conseguías romperla, aunque su delicada alma estuviese ya fragmentada en miles de diminutos trozos, te romperías tú también con esos pedazos. Y mientras tú sangrabas y sufrías, mientras intentabas no sentir ese dolor, ella ya se estaba recomponiendo. Tal vez, para cuando te hubieses recuperado, ella ya se habría roto unas tres veces más, pero seguiría levantándose hasta que ya no pudiese más. Y —si estabas de suerte—, cuando ella ya fuera incapaz de volver a recuperarse en un tiempo, quizá te pedía ayuda. Supongo que fui uno de los pocos afortunados de verla declarándose mortal, proclamándose humana; a la vez que todos estaban ya acostumbradas a verla actuar como una fría deidad.
Y así era ella. Era arte en esencia pura. Consumiéndose calada tras calada, como lo hacía su vida mientras ella yacía en el suelo, con la cabeza apoyada en mi pecho, observando ese profundo cielo oscuro que, de alguna forma u otra, se asemejaba a ella.